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Relato literario: Anatomía del miedo (3ª parte)

Reuníamos fuerzas de camino a casa, la niña jugaba a pintar sobre uno de mis libros, yo miraba por el cristal y no veía más que mi reflejo y la luz entrecortada que emitía la lamparilla de aceite. Entre las manos, un retal. Dejé de vivir para alimentarme de recuerdos.

Madrid, 1937.

El sonido de los vasos de cristal rayado inundaba la cafetería donde había más humo que aire, las palabras se derretían convirtiéndose en ruido, pero yo sonreía. Habíamos quedado junto al renegrido tablón de anuncios, como un pajarillo desde el nido observaba de un lado a otro. Turnando de lado, golpeaba el suelo al compás. Le esperaba, los pensamientos me comían por dentro, me atosigaba el ambiente, pero yo sonreía.

-Subiendo estas escaleras a la derecha. Mi madre lo utilizaba para guardar los trastos viejos que ya no usábamos pero un día lo vació aún no sé muy bien por qué y así sigue desde entonces.

-Vaya, es realmente acogedor. Un pequeño ventanuco captó toda su atención.

-¿Qué miras? El techo inclinado de la bohardilla se intuía bien sujeto, pero aún así posé mi mano sobre él, inclinándome para imitar el oteo desde la ventana.

-Se ve Madrid. Algo tan evidente desató mi curiosidad infantil.

-¿Por qué viniste aquí? Era el primer contacto visual desde que habíamos llegado a lo alto del edificio, pero en nada ni nadie quedó constancia de ello.

Se limitó a extender las manos, se quedó mirándolas, sin hablar. –Estas heridas no deberían estar aquí, son manos de princesa. Y todo volvió a su posición inicial.

Pudieron pasar varios minutos, y simplemente se movían las nubes.

Eran suaves, pero estaban rotos. Olía a jazmín, era muy agradable. Temblaba, no tenía frío. Apretaba mis manos, pero se fue. Solo un beso más.

***

La buhardilla se destruyó, yo crecí, y los muertos seguían tumbados sobre la mesa de autopsias, no volví a saber nada más.  Al rozar la almohada del hospital oía lejanos pasos, de las bombas cercanos traspiés… Pero ni rastro de aquella persona que me vendió un beso a cambio de su adiós.

Un año tuvo que pasar, con sus tediosos y largos días de invierno que nunca me hicieron olvidar la primavera, para que volviera. Esas manos que un día apretaron las mías, hoy se camuflaban detrás de otra palma, pero me vio, y no pudo evitar volver la vista atrás. Contó hasta tres como yo le enseñé cuando se está nervioso, pero nunca llegó al tercero, coincidiendo con un yo, que ni siquiera di oportunidad al sosiego, porque el sosiego llevaba mucho tiempo esperándome en sus ojos.

Escrito por: Marta Rived, alumna de 1º de Periodismo de la Universidad San Jorge

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