Lucía Muñoz, estudiante de magisterio infantil, ha sido voluntaria en Sudáfrica y en Alemania y ha recibido formaciones de cooperación internacional e integración de culturas. Cuenta su punto de vista sobre la problemática de los veranos solidarios.
Mi voluntariado en Sudáfrica fue, en realidad, un viaje de turismo trasladado a una realidad diferente. Mi labor como voluntaria no dejó de ser una experiencia vacacional. A partir de ahí, me adentré en el mundo de la cooperación y empecé a recibir formación sobre el tema que me ayudó a sacar conclusiones como las que voy a tratar de explicar.
Lo más bonito de la cooperación es su origen, porque proviene de las mejores intenciones, de reducir las diferencias que detectamos al compararnos con otros y crecer de manera conjunta. También creo que lo que la hace positiva o negativa son las diferentes motivaciones que sustentan los programas.
«Lo más bonito de la cooperación es su origen. Proviene de las mejores intenciones: reducir las diferencias que detectamos al compararnos con otros y crecer de manera conjunta»
Por un lado, la industria del voluntariado se ha servido de nuestra cultura de la información para bombardearnos con imágenes en las que nos muestran a personas vulnerables, sin considerar en ningún momento su dignidad como personas, haciéndonos sentir responsables de sus condiciones. Con esto, entre otras muchas cosas, se ha logrado que en los occidentales aparezca un sentimiento de culpabilidad, molestia e incluso rechazo hacia estas situaciones.
Frente a la necesidad de acallar nuestras conciencias, aparecen estos maravillosos programas que, por un módico precio te permiten viajar a los contextos necesitados y aportar tu granito de arena (con bastante poco esfuerzo) al supuesto desarrollo del que todos hablan. A veces, estos programas están incluso financiados por los gobiernos de los países que previamente han hecho acuerdos beneficiosos para ambos en los que la cooperación no es más que una moneda de cambio. Helena Maleno Garzón, defensora de Derechos Humanos, periodista, escritora e investigadora española, habla de algunos de ellos.
Con esto no quiero decir que todas las organizaciones dedicadas a la cooperación tengan motivaciones económicas, pero sí responder de algún modo a la masiva movilización de occidentales y a la nueva “moda” del voluntariado privado. Hay otras muchas entidades que trabajan y se esfuerzan por una cooperación cada día más real y desarrollan programas que realmente funcionan o se acercan a un desarrollo integral de los países.
Sin embargo, hay veces que incluso los programas mejor intencionados no se desarrollan correctamente y, a mi parecer, es debido a dos problemas principales. El primero, que desde el planteamiento del programa se imponga la perspectiva del que ayuda ante la que es ayudado, que se tome la postura de salvador o poseedor de soluciones. Muchas veces no se conoce el origen real de las necesidades de los países en los que se trabaja. La segunda problemática es la dependencia que se crea con las ayudas proporcionadas. Las medidas para solucionar los problemas presentes no resuelven futuras necesidades.
Creo que un cambio en la perspectiva de la cooperación es posible y necesario, pero para ello debemos aprender a ayudar. Para que la ayuda funcione debe ser la propia comunidad la que detecte lo que necesita y la que ponga en práctica los cambios y medidas para reducir estas desigualdades. Quizás seamos nosotros los que los ayudemos con la gestión o la organización, incluso con financiaciones de proyectos, pero nuestro objetivo último debería ser empoderarlos y que sean ellos los verdaderos agentes de cambio. Además, creo que deberíamos cambiar nuestra perspectiva de desarrollo para acercarnos a otras culturas porque, sí bien parece obvio que nuestro desarrollo tecnológico y económico es mejor, pero para lograr un desarrollo real, sostenible y ecológico, todavía nos queda mucho que aprender. Quizás sean ellos quienes puedan enseñarnos a recordar valores que parecemos haber olvidado, cegados por nuestro supuesto crecimiento.