A 50 kilómetros del sur pirenaico; entre el País Vasco, La Rioja y Aragón; en la terraza aluvial de los ríos Sadar, Erolz y Arga se encuentra el Reino de Navarra con más de un prisma de visión y mucho que ofrecer.
La ciudad toma forma entorno a una fortificación militar de los siglos XVI y XVII que en su momento fue una gran estrella renacentista de cinco puntas que vigilaban y controlaban la ciudad. Es conocida por todos como la Ciudadela y sus muros despiden historia: vivió algunos de los episodios más violentos de las Guerras Carlistas entre Pamplona capital y la Navarra rural. Durante la Guerra Civil Española sustentó numerosos fusilamientos e, incluso, durante el siglo XVIII fue prisión de hombres ilustres como el marqués de Leganés.
Desde hace más de 30 años, la Ciudadela es marco de ocio y escenario cultural. Su cercanía con la zona verde más extensa de la ciudad, el Parque Vuelta del Castillo, ha ayudado a que sea uno de los lugares más visitados y a que los más jóvenes la conozcan solo por esta última etapa. Álvaro Izquierdo tiene 14 años, todos ellos vividos en Pamplona y considera la fortificación como un parque más.
Sin lugar a dudas Pamplona es una ciudad hecha para caminar pese a las frías temperaturas que sufre en invierno que no ascienden de los cinco grados. Esta modalidad de ciudad transeúnte tiene todo tipo de vertientes: desde paisajística hasta gastronómica o comercial.
Su posición geográfica privilegiada, entre la vertiente mediterránea y la atlántica, provocan inmejorables contrastes entre la urbanidad y la tranquilidad. Toda la ciudad está atravesada por el río Arga que cuenta con12 kilómetros de extensión y un millón de metros cuadrados. Entre fresnos, sauces, tilos y huertas encontramos puentes, patos, piragüistas, familias aprovechando el respiro de sus horas libres o los suspiros de jóvenes enamorados que nos trasladan a una tranquilidad paradisíaca.
Los pamplonicas se muestran orgullosos en todo momento de la especialidad de su orilla, no solo la del río Arga sino también la de Sadar y Eloriz, que se encuentran al sur de la ciudad. Sin embargo, María Ángeles González, de 51 años, recuerda que en su juventud estos lugares eran poco recomendados y algo problemáticos y reconoce la, según ella, gran labor realizada por el Ayuntamiento en la última veintena por su restauración que, sin lugar a dudas, ha tenido espléndidos resultados.
Dicen que al hombre se le conquista por el estómago y eso es algo que en el Reino de Navarra se tiene muy claro. Aunque toda la ciudad está plagada de locales de tapas en los que degustar típicos pintxos con vinos de la cercana Rioja o sidra vasca, especialmente, destacan dos zonas: la Calle Estafeta y San Nicolás. Son calles estrechas, adoquinadas, con numerosas pizarras que anuncian las especialidades de la casa. Forman parte de la zona más antigua y viven siempre al límite: en las horas punta de comidas y cenas son privilegiados los que pueden deslizarse con facilidad por ambas calles mientras que en el resto del tiempo fingen ser un lugar más.
Elisa Albiñana tiene 30 años y se declara fan incondicional del tapeo de la ciudad: “Aquí es habitual ir de bar en bar picoteando un poco de todo más que ir a un restaurante a comer de menú o carta; aunque en Pamplona otra cosa no pero comida hay mucha y de todos los gustos”, declara la joven.
El comercio textil navarro es prestigioso en todo el país, por ello, son muchos los que se pierden por la amplia y peatonal Avenida Carlos III que congrega numerosos establecimientos comerciales textiles. Pese a la apariencia moderna y metropolitana de la vía, esta posee la Diputación y el Teatro Gayarre (antiguo Teatro Principal) de los siglos XIX y XX respectivamente e incluso en su subsuelo, restos del baluarte de las murallas y del Castillo de Santiago del siglo XVI.
Las numerosas tiendas de todo tipo de gustos, firmas y precios desembocan en el Monumento a los Caídos. Es un edificio en memoria de los navarros franquistas muertos durante el conflicto civil del pasado siglo. Su actual denominación y uso es el de sala de exposiciones Conde de Rodezno. Entre un verde césped y todo tipo de árboles caducas, una majestuosa cúpula clasicista capta la atención de todos los viandantes que solo es distraída por la marcha interrumpida de una fuente que por la noche baila al ritmo de los colores que la acompañan.
Pero si algo ha hecho famosa a la ciudad de Pamplona a lo largo de tiempo y a escala mundial son sus fiestas de San Fermín. Durante la semana del 6 al 14 de julio las calles pamplonicas se tiñen de rojo y blanco inundándose de gente de cualquier parte del mundo en honor a su patrón, San Fermín. Sin lugar a dudas, el mayor atractivo que tienen estas fiestas son los famosos encierros de toros celebrados a las 8 de la mañana durante estos días. Son muchos los que consideran que esta festividad ha perdido todo su valor religioso pero nada más lejos de la realidad porque aunque solo sea en el color del pañuelo, el fervor sigue presente: el pañuelo del mozo sanferminero es rojo en honor a que su patrón fuera un mártir y no para abravar al toro como algunos creen.
Mercedes Iribarren, de 45 años, es natural de Pamplona y asegura que solo ven el lado superficial y fiestero de los Sanfermines las personas que no conocen realmente la celebración. “Pamplona es una ciudad que siempre ha tenido muy presente la religión, no sé si por un componente histórico o cultural o bien por factores geográficos como su cercanía al Camino de Santiago”, señala la señora Iribarren.
Y es que la cuarta etapa del Camino de Santiago francés inicia su extensión de24 kilómetrosen esta ciudad y finaliza en el Puente de la Reina. Durante la ruta, los peregrinos disfrutan del contraste entre chopos, setos, verdes pastos y molinos con encinas, cereales, almendros y viñas.
De una forma u otra, entre unas montañas ni muy altas ni muy bajas, se encuentra una ciudad ni muy grande ni muy pequeña que resalta por su encanto y ensueño.
Informa: Leyre Beazcochea
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