El Concilio Vaticano II se inauguraba un 11 de octubre de 1962 por un papa al que nada más emprender su pontificado en 1958 se le empezó a conocer como el “papa bueno”: Juan XXIII. La semana pasada, don Elías Yanes, arzobispo emérito de Zaragoza, vino hasta la Universidad San Jorge para hablarnos de este acontecimiento que dio un aire nuevo y un impulso fundamental a la Iglesia Católica, en aquella segunda mitad del siglo XX y hasta nuestros días. Lo hizo en el contexto del Curso de Doctrina Social de la Iglesia que promueve la Universidad San Jorge y va dirigido especialmente a sus alumnos, a sus profesores, y a todas las personas que trabajan tanto en la Universidad como en el Grupo San Valero. Se trata de un curso “on line”, al que también se han apuntado personas que nos siguen desde América.
Pero, ¿qué es eso de un concilio? Pues una asamblea universal de los obispos, que preside el obispo de Roma, es decir, el papa, y que es convocada para abordar cuestiones clave en materias de fe y de vida de la Iglesia. Los concilios han tenido,por lo general, el objetivo claro de resolver cuestiones puntuales de la fe, que mayormente son herejías o desviaciones en la interpretación de algún dogma. Pero si por algo se caracterizó el Concilio Vaticano II, tal como nos explicó don Elías, fue por no haber sido convocado para condenar nada, sino, como decía Pablo VI y recordaba nuestro arzobispo emérito, para que la Iglesia pudiera “conocerse mejor, [para] definirse mejor, y disponer, consiguientemente, sus sentimientos y preceptos”; y también para recordar a todos, creyentes y no creyentes, que la Iglesia siempre se ha declarado, y en estas ocasión más que nunca, “sirvienta de la humanidad”. Esta actitud de servicio a los hombres y mujeres de toda condición quedó bien de manifiesto en la actitud dialogante que adoptó la Iglesia del concilio: dialogante con sus fieles, con los hermanos cristianos de otras confesiones –que participaron activamente en el Concilio−, con los miembros de otros credos, y con todas las personas de buena voluntad.
Por otra parte, don Elías dejó bien clara la postura del Concilio ante la salvaguarda del valor y la trascendencia de la persona, tan puestos en cuestión por los grandes totalitarismos en los que desgraciadamente culminaron los antihumanismos que venían gestándose desde atrás. Y nos explicó cómo el Vaticano II apostó por un pensamiento de entraña personalista, que pone de relieve la dignidad de la persona ante amenazas totalitarias y las de una ciencia ayuna de ética y de sentido verdadero del valor de lo humano; y no dejó de subrayar, además, que “ninguna doctrina filosófica, política o religiosa, exalta la dignidad del ser humano tanto como lo hace la fe cristiana”. Así es, y así hay que reconocerlo. No hay más que mirar a nuestro entorno y acudir a la historia del pensamiento para comprobar cómo la negación de Dios suele acarrear la negación del hombre. Los acontecimientos de nuestro mundo hablan por sí solos. Y, como destacó don Elías, “el progreso material y social es en muchos aspectos un poder, que como todo poder fácilmente se degrada en contra de los más débiles, si no está regido por una ética sólidamente fundada en la dignidad humana, si separa la libertad de la verdad, o si cae en lo que Benedicto XVI ha llamado la ‘dictadura del relativismo’”.
Don Elías se refirió también a algunos de los documentos que gestó el Concilio, y que siguen siendo hoy auténtico alimento y material de reflexión para cristianos y no cristianos. Es el caso de la Constitución Lumen Gentium, y de otros documentos que tuvieron un eco enorme por todo el mundo. Y es que nunca un concilio había generado tantos materiales de reflexión y análisis, ni había estado el mundo entero tan pendiente de un acontecimiento eclesial.Claro que los medios de comunicaci[quote align=»center» color=»#999999″]ADD_CONTENT_HERE[/quote] ón tampoco habían podido lograr antes cobertura semejante; sin embargo, el eco fue enorme, aun contando con esta realidad de los avances en las comunicaciones.
Por último, se refirió don Elíasa la centralidad de Jesucristo en la Iglesia, y a la necesidad que tenemos los cristianos de fijarnos cada vez más en Él. Y nos recordó a los laicos, a los cristianos de a pie, la importancia de nuestra misión en la Iglesia y en el mundo, terminando con estas palabras edificantes de la Constitución Lumen Gentium:
“La Iglesia se inserta en la historia de los hombres destinada a extenderse por todos los países, y, sin embargo, desborda los límites de tiempo y lugar. La Iglesia avanza en medio de las pruebas y dificultades y se ve confortada por la fuerza de la gracia de Dios prometida por su Señor. Así, no deja de mantener la fidelidad perfecta a pesar de la debilidad de la carne, sino que permanece como esposa digna de su Señor y se renueva sin cesar por la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso”. (LG 10)
Por Carmen Herrando
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