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José María Montero: «No sé»

Soy periodista y, sin embargo, sobre multitud de cuestiones no tengo ni la más remota idea. Este contrasentido, con el que convivo desde hace décadas, no suelo confesarlo por pura vergüenza. Tened en cuenta que pertenezco a un oficio en donde la omnisciencia forma parte de los atributos básicos: las redacciones de periódicos, radios y televisiones están repletas de sabios capaces de resolver, sin despeinarse, cualquier tipo de enigma, problema o coyuntura. Y si hablamos de blogueros… ni os cuento, esos sí que son listos.

He llegado a pensar que, en realidad, se trata de una virulenta enfermedad profesional. Un patógeno capaz de contagiar, en algunos casos, a otros profesionales que frecuentan nuestros territorios. Es la única explicación a la ilimitada solvencia intelectual con la que se manejan tertulianos y columnistas, sean del oficio que sean, en el momento en que adquieren dicha condición. Hoy abordan con soltura la crisis de Siria, mañana encuentran la solución al cambio climático, durante el fin de semana nos sitúan el bosón de Higgs en su justo contexto y el lunes desbrozan las claves de los mercados de renta fija en un tono claramente pedagógico.

Me coloco en el lugar adecuado. Los focos se encienden. El operador de cámara ajusta el plano y desde el control me piden que hable para ajustar el sonido. Faltan segundos para salir al aire y, una vez más, sufro ese vértigo que produce (que a algunos nos produce, quiero decir), exponer nuestros conocimientos a grandes audiencias temiendo que no aprecien el grado justo de error que puede ocultarse en nuestro discurso. ¿Creerán a pie juntillas todo lo que decimos? ¿Sabrán distinguir información de opinión? ¿Sabremos distinguirla nosotros? ¿Seremos su única fuente de información o sólo una referencia que luego enriquecerán con otros puntos de vista? ¿Estoy hablando a mis iguales o caeré en la trampa ególatra de impartir doctrina? Este, a unos segundos de salir al aire, es el peor momento para que aparezcan estas prevenciones, pero…

Lo malo del conocimiento es que lleva, inexorablemente, a la opinión, y esta nos conduce, querámoslo o no, al juicio. Y eso es muy cansado. Agotador. Uno está más o menos acostumbrado a establecer juicios caseros, de poca monta y escasa trascendencia, como éste que ando tejiendo en mi blog (seamos sinceros), pero de ahí a emitir juicios universales urbi et orbe… hay un trecho.

En la mente del experto no cabe un alfiler. No hay sitio para la sorpresa ni para el atrevimiento. Todo está perfectamente dispuesto en una amalgama de neuronas bien repletas de conocimientos, opiniones y juicios. O, lo que es peor, de prejuicios, hábitos y miedos.

La gran naturalista Rachel Carson, a la que ya he citado en este blog, no dejaba de reivindicar la manera en que los niños se enfrentan al mundo, con esa mente de principiantes en la que todo es posible porque el conocimiento aún no ha hecho de las suyas:

“El mundo de un niño es fresco, nuevo y bello, está lleno de sorpresa y excitación. Por desgracia, para la mayoría de nosotros, esta visión clara, el instinto verdadero de lo que es bello y emocionante, se empaña o incluso de pierde al llegar a la edad adulta. Si pudiera influir en el hada madrina buena que supone vela por todos los niños, le pediría el regalo de que el sentido de lo maravilloso de todos los niños del mundo fuese tan indestructible que durase toda la vida”.

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Solo sé… que no sé nada

Lo que sabemos con certeza de este gran universo cambiante es muy limitado.

Jack Kornfield, un psicólogo norteamericano que ha estudiado a fondo las claves de la psicología budista y los beneficios de la meditación, cita, a propósito de esta evidencia sobre la ignorancia (o sobre nuestros limitados conocimientos), las enseñanzas de Seung Sahn, un maestro zen coreano que señala la importancia de valorar la mente del “no sé”. A sus alumnos les invita a preguntarse: “¿Qué es el amor? ¿Qué es la conciencia? ¿De dónde viene tu vida? ¿Qué ocurrirá mañana?”. Cada vez que un estudiante le responde: “no lo sé”, Seung Sahn replica: “Bien, mantén esta mente del <no sé>. Es una mente abierta, una mente clara”.

“Piensa cómo sería que te observases a ti mismo, a una determinada situación o a las otras personas, con esa mente del <no sé>. No sé. Sin certezas. Sin opiniones fijas. Permítete desear entender de nuevo. Observa con la mente que no sabe, con apertura (…). Practica el estar en la mente <no sé> hasta que te sientas cómodo descansando en ella, hasta que lo logres al máximo y puedas reírte y decir: <No sé>”.

(El camino del corazón, Jack Kornfield)

* José María Montero @monteromonti es periodista ambiental, director de los programas Espacio Protegido y Tierra y Mar, de Canal Sur.  Artículo originalmente publigado en el blog http://elgatoeneljazmin.wordpress.com

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