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A ciegas

Si una ceguera blanca se expandiera de manera fulminante  entre todos nosotros, perdidos por la ciudad nos aferraríamos con fuerza a la última imagen grabada en nuestra retina. Dos ojos blindados nos cuentan la permanente    pesadilla de convivir con la  ceguera.

Recluido, atado, angustiado: Así vive José Pérez, un  anciano de 82 años,  que desde los 10  sufre Retinosis Pigmentaria; una enfermedad visual que no tiene cura y que, progresivamente, le ha ido arrebatando toda la vista. Al ver su mueca triste, sus ojos blindados y sus penetrantes arrugas, me contagio de su angustia, de su malestar. El corazón se me acelera y   me agota sólo pensar cómo puede ser vivir 24 horas durante 365 días en 82 años habiendo perdido la vista. Una espesa cortina de niebla que todo lo tapa y que no se puede correr.

Angustia e impotencia es lo que se siente al pasar  24 horas con José. Así es  un día completo con una venda en los ojos.

La mañana comienza cuando la voz eléctrica de su reloj le avisa de que ya son las nueve. Arrastrando los pies cuidadosamente, José camina por las baldosas de su casa. Aferrado a la barandilla baja las escaleras y se sienta en su sillón. Así da paso a otro día lento y oscuro esperando que algo o alguien lo alumbre.

Durante el mediodía pone en marcha su podómetro mientras da vueltas y vueltas a una plaza cuadrada, porque es el único sitio donde no hay peligro de caer. Cansado, se sienta y veo cómo unas lágrimas tornan  en  brillante sus  ojos muertos cuando describe las vistas que tiene enfrente. El último recuerdo que tiene, con el que sueña todas las noches desde que se quedó ciego.

 Con una mueca arrugada,  tatuada de dolor y añoranza, me describe los colores del monte: el verde de las hojas, el rojo de la arcilla, el marrón tierra de los huertos, el azul resplandeciente del cielo y el gris del suelo, ese suelo que se ha convertido en una trampa constante para él.

José Pérez explica: “Antes de poner un pie en la calle rezo varias veces para que no me pase nada, vas andando, despacio con cuidado, y en el momento que te confías te puedes dar un porrazo”.

Con tristeza repite una y otra vez su historia: “Pocas veces me verás sonreír, llevo 78 años a los pies de mi hermana, a los 5 años enfermé de meningitis, a los 25 caí al fuego de un ataque de epilepsia y a los 27 me quedé completamente ciego”.

Las yemas de sus dedos recorren con cariño mi rostro mientras con palabras entrecortadas dice: “Daría lo que fuera por volver a ver tu cara”.

Silencio, nada más que un intenso y amargo silencio se produce cuando habla de su ceguera, un silencio que se rompe con la voz cada vez más irritante del reloj: “Son las trece horas y cincuenta y tres minutos”.

Es la hora de comer. Hoy toca sopa, pollo, pastillas blancas, amarillas, rojas, una camisa llena de lamparones y una cuchara que se resbala de las manos y cae constantemente al suelo. Derecha, izquierda, más a la derecha, un poco más arriba, cientos de movimientos para poder encontrar los cubiertos, un acto tan primario como el comer para una persona ciega se convierte en toda una odisea.

Casi las cinco, la hora del programa de canciones populares de la radio. Se sienta en el sofá, cruza los pies y se acerca su transistor al único oído con el que aún  puede oír algo.  Sus rasgos se relajan, su mirada apagada se torna en cristalina, unos ojos que vuelven a ver la infancia. Me doy cuenta que está sonriendo, una vida con amigos, con movimiento, sin miedos, sin barreras. Canciones son las que hacen brillar los ojos de  José, luz, niños. Tararea las canciones: “Yo quisiera ser guitarro con las cuerdas bien templadas…”. Mueve las manos al ritmo de la música, sus uñas percuten el transistor como si fuera una pandereta y de repente, otra vez la inoportuna voz del reloj: “Son las veinte horas y once minutos”.

El sol se ha apagado para dar paso a la noche. Otro día que ha pasado y José, tranquilo, repasa los pasos que ha andado, apaga el viejo transistor y se despide de la única voz que le habla durante el día: “Son las veintiuna horas”. Resulta que la voz ya no es ni tan eléctrica, ni tan inoportuna. Sólo una voz que le acompaña los minutos de cada día de José.

Tapado en la cama descansa, aquí se siente a salvo y me confiesa que es en la cama cuando sueña, cuando piensa en la infancia y cuando puede ver todo lo que sus ojos no le dejan.

 Con la voz quebrada dice: “Nunca he podido irme de fiesta, en las fotos de los quintos no aparece mi cara porque  nunca me invitaron, no me relacioné con los niños de mi edad porque siempre estaba en casa, porque me daban ataques constantes”.

Pero nunca ha estado sólo. José está afiliado a la ONCE, una asociación sin ánimo de lucro que colabora con discapacitados visuales, ciegos o deficientes visuales así como paralíticos cerebrales. La sede de Aragón está en Zaragoza y está esquipada con una biblioteca con más de 25.000 títulos, con ordenadores adaptados. Supone un desarrollo educativo, social y cultural para las personas con deficiencias ya que reciben ayuda psicológica y socioeconómica.

Un centro equipado pero que queda muy lejos de los pies de José, habitante de Riodeva, un pueblo turolense, asolado por la despoblación. Antes se podía acercar de vez en cuando a la sede de Teruel que, debido a la crisis económica, ha cerrado recientemente.

Tiempos oscuros para la ONCE

Actualmente, como nos explica Ignacio Escanero Martínez, delegado territorial de la ONCE en Aragón: “Lamentablemente hemos notado los recortes puesto que en primer lugar como personas ciegas somos unos ciudadanos más y, por lo tanto, las administraciones deberían atender a nuestras necesidades”.

Una reducción en prestaciones sociales ha afectado a nuestro colectivo que es muy vulnerable.

En Aragón  contamos con un decreto concreto firmado con respecto a los educandos, colectivo muy complejo que necesita una atención muy especializada, en Zaragoza, Huesca Teruel y si  antes la DGA aportaba      50 .000  euros, actualmente se ha visto reducido a  14.000 y es un dinero que no llega para poder cubrir las necesidades de los educandos. Antes adultos asociados recibían 12000 euros y ahora se lo han quitado al 100%.

A pesar de las dificultades económicas la ONCE promueve iniciativas y fomenta el empleo llegando a contratar este año a 193 personas.

Vivimos alborotados, demasiado rápido, acelerados. Muchos más de los que pensamos estamos ciegos, ciegos ante la vida, incapaces de ver lo que pasa a nuestro alrededor. Quizás aquellas personas que tienen una deficiencia visual son capaces de ver mucho más de lo que nosotros nos imaginamos. Así que seamos una mano que sirva de guía a aquellas personas que no pueden seguir solos el camino.

Texto y fotografías: Isabel Esteban Ríos

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Universidad San Jorge