Parecía imposible, pero Madrid seguía igual. Desastre tapado, no arreglado. Las miradas dirigidas hacia el suelo. Oscuridad completa y un irrespirable olor a usado. No podía identificar como cierto aquello que contaba cada noche y una voz aguardentosa a través las ondas de Radio Pirineos, no creía en una España de vencedores y vencidos.
Eran las tres de la tarde, y nadie andaba por la calle. Ya no hacía frío, pero aún así las mujeres no dejaban su lugar detrás de la ventana, observando al otro para no cometer los mismos errores.
El coche de padre andaba ya hacia mí, compartiendo espacio, contribuyendo al eco del lugar. Le di mi maletín médico, cuidadosamente reposado en los pies del asiento. La maleta llevó peor suerte.
Podía oír los pensamientos de padre, pero no su voz. Silencio. Sabía que me había ido de allí por algo, y ese algo no le preocupaba, le repudiaba. Veinte largos minutos entre ruido de escape, ojos secos de no pestañear o secos de llorar.
Él se quedó en el coche. Yo subí por la escalera de servicio para no suscitar curiosidades innecesarias a los vecinos. Abrí la puerta despacio, cuidadosa, pero sonaron las bisagras, algo que interpreté como la más calurosa de las bienvenidas. Madre sentada en el tresillo, con las piernas juntas oyendo la radio, y tejiendo. Nunca la había visto tejer. Tejía mi ajuar, esas fueron sus primeras palabras.
-Tienes que estar decente para tu esposo.
No fui capaz de sentir un escalofrío ante sus reproches vestidos de sentencia. Y es que había gastado hasta la última bala en intentar acercarme a ella mientras ella construía un muro. Besé su mejilla derecha como quien besa una fría pared de mármol.
Tuvieron que pasar tres horas para que chirriara la puerta por segunda vez. Era Carlos, pisadas firmes y rápidas. Venía a buscarme.
-¡Hermana!, ¡Te echaba tanto de menos!, ¿Dónde has estado todo este tiempo?, ¿Por qué no me llamaste?
-No preguntes, padre te diría que es mejor callar que decir las verdades.
-Tienes razón, me da igual. Ya has vuelto. Pero no cambiará que quiera saber lo que ha pasado.
Casi sentí derretirme entre sus fornidos brazos con olor a almidón. Seguía tan guapo y apuesto como de costumbre, mas no tenía la tez fin, visitaba al barbero cada vez con más asiduidad. Fuimos a caminar, me llevaba del brazo orgulloso, y yo levantaba la cabeza por primera vez desde que llegue a España, me gustaba porque era como antes. Con la otra mano, sostenía churros y una flor.
No era imposible, ya lo había soñado muchas otras noches. Al cruzar el lago en barca paseaba por la orilla. Le vi y me vio. Nos sentimos. Mantuvo la posición del cuello hasta que lo torció para seguirme con la vista. Quería bajarme y correr sobre sus brazos, las aguas del lago eran lo de menos, había obstáculos mucho más grandes que mojarse los zapatos.
Había pasado por la vicaría. No era un adiós. Me gustaba escribir en las tapas de cartón de las libretas agotadas.
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