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EXCLUSIVA DD: Vivir entre rejas, vivir en clausura

Visitamos el interior del El monasterio de San Jorge, en Tauste, a cuarenta kilómetros de Zaragoza, y conocemos cómo es rezar, trabajar y vivir en clausura. Dragón Digital ha accedido a un espacio al que no se puede entrar sin un permiso especial.

Texto y fotos: Enrique Ester

Las monjas del convento de San Jorge trabajan tejiendo finas telas.
Las monjas del convento de San Jorge trabajan tejiendo finas telas.

 

Cuando se cerró la puerta volvió el silencio. La separación, la distancia. Una puerta que no tiene cerradura, manivelas, pomos. Tan solo unos grandes clavos negros. Clavos redondos incrustados en viejos listones de madera… Una gran sonrisa, serena, tierna y llena de paz me recibe nada más cruzar el umbral de la esperanza. Es Sor Mª Cruz, Madre superiora del cenobio. Tiene 71 años, impresiona su piel tersa, sin arrugas, sus gafas no ocultan la profundidad de sus ojos que miran más que ven: “Bienvenido a tu casa. Dame dos besos”. La hermana lleva más de 50 años de religiosa clarisa. Se ha dado cuenta que he entrado casi de puntillas, como si fuera un niño recién nacido que está descubriendo la luz, el espacio, el color, y ha querido abrazarme y besarme como las madres  ponen a sus hijos en su regazo, para que sientan el calor y la cercanía.

En el monasterio conviven hermanas de Perú, Kenia y España. Todas dicen estar allí por amor a Jesús.
En el monasterio conviven hermanas de Perú, Kenia y España. Todas dicen estar allí por amor a Jesús.

El claustro

Un pequeño pasillonos lleva a la parte central de todo convento, el claustro. Grandes chorros de luz se introducen por múltiples ventanales jalonados por grandes macetas llenas de plantas y flores. En las paredes, antiguos cuadros religiosos envueltos en marcos barrocos de maderas doradas. Muchas pequeñas puertas de madera te hacen ver que las estancias  del monasterio tienen acceso directo al interior. El silencio sonoro de nuestro paseo provoca que, en un momento, como si de una aparición se tratara, las otras ocho hermanas se pongan delante de nosotros.

Su estado de concentración es de tal profundidad que la expresión de sus rostros refleja una comunicación íntima con Dios. Están orando, y no me cabe duda que lo están haciendo por mí.

Las hermanas visten hábitos de lana marrones ceñidos por cíngulos  blancos con tres nudos, que representan los votos de castidad, pobreza y obediencia. De los cíngulos cuelgan grandes rosarios hechos de semillas, llenos de medallas, que llegan hasta las sandalias de cuero que dejan ver sus pies. Velos negros con forma de capuchas coronan las telas blancas que a modo de pasamontañas envuelven las luminosas caras de las hermanas. Sobre sus pechos, una rígida tela blanca, que como si de un escapulario se tratara, exhibe una gran medalla de plata que representa a la Inmaculada Concepción. Todas me saludan, me besan. Es el ósculo de la paz franciscano. Se sienten contentas por verme entre ellas. Me preguntan por mis trabajos, mis estudios, mi familia, me acogen como un hermano que lleva tiempo fuera de casa.

Las hermanas solo tienen contacto con el exterior a través de una ventana.
Las hermanas solo tienen contacto con el exterior a través de una ventana.

Veo una hermana joven africana, que decidió vivir en clausura, le pregunto su nombre y su edad: “Me llamo Elisabeth, soy de Kenia, tengo 27 años”. Me asalta la curiosidad: “¿Qué haces aquí en Tauste?, ¿Cómo has llegado?”. “Tengo que dar muchas gracias a Dios por vivir en este convento. Dios escribe derecho con renglones torcidos. Yo tenía vocación, por una amiga que conocía el convento, escribí a las hermanas y, mira, aquí me tienes. Vine directa desde mi país a ingresar al convento. Llevo año y medio. Soy muy feliz”.

La capilla

Sor María Cruz me invita a pasar a la capilla, algunas hermanas vienen con nosotros.  Es una estancia situada en la parte izquierda del presbiterio de la Iglesia, y separada por unas grandes y anchas rejas marrones. Nos sentamos a rezar un momento. Es un momento lleno de intensidad: las religiosas conectan con su esposo y Señor. Cierran los ojos. , y su estado de concentración es de tal profundidad que la expresión de sus rostros refleja una comunicación íntima con Dios. Están orando, y no me cabe duda que lo están haciendo por mí.

 

El encuentro con Jesús en el Sagrario es el centro de la vida en el claustro.
El encuentro con Jesús en el Sagrario es el centro de la vida en el claustro.

El silencio es el ruido externo de la oración que podemos oír. No me atrevo a moverme, a romper esos momentos de charla amorosa con quien saben les está escuchando. Al rato, la superiora yergue la cabeza, nos levantamos para seguir visitando el cenobio.  “¿Rezar entre rejas no es demasiado?”, pregunto. Violeta, una monja peruana  con 10 años en el convento, contesta: “El Sagrario  es el centro de nuestra vida. Aquí venimos muchas veces al día a rezar, a participar en la misa. Es el lugar preferido por todas. Las rejas no nos separan de nada ni de nadie, no dejamos de rezar por todos y por todo, con intensidad, es nuestra vida, somos muy felices y nos sentimos muy libres”.

«Las rejas no nos separan de nada ni de nadie, no dejamos de rezar por todos y por todo, con intensidad, es nuestra vida, somos muy felices y nos sentimos muy libres»

La cocina

Como si de una procesión se tratara, me acompañan cuatro hermanas, y me llevan hasta la cocina. Dos monjas ultiman la comida. Sor Inmaculada levanta la tapa de una gran paellera y, satisfecha, muestra el contenido: “¿Te quedarás a comer no?”, dice. La superiora ratifica la invitación. Accedo, pero pongo una condición: “Sí, pero si como con vosotras”. Lo normal es comer separado de las hermanas, al otro lado de las rejas. Ante mi petición, se hace un gran silencio. Todas, las cocineras y las que me acompañan, miran expectantes a la madre superiora.  Una le dice: “Por favor madre, ya que está dentro…”. Las demás se suman a coro: “Por favor”. Sor María Cruz responde: “¡Qué vamos a hacer, si ya está dentro!”. Tras dar unos pasos, vuelve sobre sus pasos y me advierte: “Pero no se lo digas a nadie, y menos a los sacerdotes,  Todos quieren comer con nosotras y nunca lo han conseguido. ¡Eres un privilegiado!”.

Las hermanas se reparten las labores, y la cocina es un forma de atender a las demás.
Las hermanas se reparten las labores, y la cocina es un forma de atender a las demás.

El refectorio

Nos encaminamos hacia el comedor común, el refectorio. Es una amplia habitación rectangular. Un crucifijo preside la sala. Como mesas utilizan tableros de madera sencilla, con cajones pequeños para que cada hermana guarde la servilleta, y, las mayores, sus pastillas. Me dirijo a una de las orillas de las mesas laterales (en los conventos las hermanas se sientan por cargos y por antigüedad). La superiora no me deja sentarme al final, sino al centro. “Hoy tú presides la comida”, dice.

Al lado hay una pequeña mesa, es como un pupitre sobre en el que se colocan libros.  Tras advertir que me he quedado mirando, Sor María Antonia, una hermana de  50 años, pero con cara de niña, dice: “En las comidas, para aprovechar el tiempo, una hermana lee”.  “Hoy no vamos a leer, dice la superiora, hoy hablamos”.

Paella, carne empanada y fruta conforman el menú, acompañado de un excelente pan horneado por las hermanas. “¿Sabes qué es la sangría?”, me pregunta la priora. Y agrega: “Nos han regalado unas botellas, y no la hemos probado nunca, no te voy a dejar que bebas solo agua”. Y ordena: “Hermana, sangría para todas”.

Durante la comida o refectorio se guarda absoluto silencio, que puede ser interrumpido por lecturas religiosas.
Durante la comida en el refectorio se guarda absoluto silencio, que solo puede ser interrumpido por lecturas religiosas.

Durante la comida, las hermanas están pendientes del mínimo detalle. Comen en silencio, a la espera de que hable yo. Les pregunto sobre el futuro del monasterio. Sor Carmen, una hermana de 90 años y casi 70 de vida de clausura, responde: “Este es un lugar de esperanza. Confiamos en Dios, Él sabrá lo que hace. De momento, estamos bien, en comparación con otros monasterios. De nueve que somos hay tres jóvenes”.

Acabada la comida, nos dirigimos todos al cuarto de labor: Las hermanas cosen, bordan y pintan telas. “Trabajamos cinco horas al día, de algo tenemos que vivir”, afirma sor María Antonia. La luz irrumpe con fuerza por las ventanas, alumbrado sus manos que, minuciosamente, cosen hilo a hilo auténticas obras de arte.

La superiora y las hermanas jóvenes me llevan a la huerta, cuajada de plantas y hortalizas: “Un señor nos cuida la huerta, nosotras no podemos atenderla”. Llama la atención una maceta plagada de cazos de sopa. Sor Violeta explica el misterio: “Nos han dicho que el brillo de los discos de ordenador ahuyentan las moscas, como no tenemos de eso, estamos probando con los cazos”.

La salida

Sor Carmen se pone delante de mí, me da la mano y deja  algo sobre ella: “Ya lo miras cuando salgas. Es lo que todas te deseamos”. Me da dos besos y un abrazo. Me acompañan a la puerta, que se vuelve abrir. Debo abandonar el recinto. El convento rezuma esperanza por todos sus poros. Miro mi mano. Es una cruz, la cruz de la ermita de San Damián de Asís. En su anverso lleva una inscripción: “El Señor te bendiga y te guarde. El Señor te muestre su rostro y tenga misericordia de ti. Vuelva el Señor su rostro y te conceda la paz”. Salgo en silencio. Se clausura la puerta. No parto solo.

Sor María Cruz, Madre superiora del cenobio, custodia la puerta del convento.
Sor María Cruz, Madre superiora del cenobio, custodia la puerta del convento.

 

Acerca del autor

Jorge M. Rodriguez

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