No eran todavía las doce de la noche, cuando nos encontrábamos en el borde de la carretera, con el coche negro de padre tumbado en la cuneta. Intentaba recordar el día que llegó con él a la puerta de la casa, las doncellas se asomaron entre los visillos, y yo bajé escaleras abajo para poder observarlo de cerca. El primer viaje que hice sobre esas cuatro ruedas fue a la Universidad, una mañana de invierno lluviosa y gris, pero diferente. Limpié con la manga del sobretodo un pequeño agujero de vaho que tan apenas dejaba ver el mundo exterior, y en la puerta de la facultad, con unos papeles en la mano, parecía repasar algo que tiempo más tarde pude descubrir de qué se trataba. Y así, la historia de la nueva adquisición a motor de la familia comenzó a la vez que la de nuestro amor. Mas este último supo perdurar, porque el corazón es mucho más fuerte que una máquina.
* * *
Cuando vi a Sebastián rociar el coche con la gasolina que había robado del cuartel tuve una extraña sensación que me recorrió todo el cuerpo, y no fui la única, sus manos se entrelazaron con las mías y me agarro por detrás de la cintura. En realidad no sabría decir quien tenía más miedo. Estábamos firmando nuestra propia sentencia de muerte, lo que haría que nunca jamás nadie supiera que habíamos estado en ese lugar calcinando, lo que otros pensarían que eran nuestros cuerpos. Con lo que muchos reirían al saber que nuestra libertad se habría visto coartada por un desafortunado pero bien merecido accidente.
¿Y si todo salía mal? Seríamos testigos de nuestro cortejo fúnebre, camino de un cementerio del que solo conoceríamos sus paredes pintadas a cal, salpicadas de sangre una y otra vez.
Volví de entre mis oscuros pensamientos cuando rozó sus labios con los míos, susurró una frase cerca del nacimiento del pelo, casi sobre mi oreja. No sé lo que dijo, para mí era suficiente con su sola presencia. Nuestro pecado nos había llevado sin piedad al olvido, a la desazón de muchos que antes creíamos que nos volverían la cara. Había vuelta atrás, claro que la había, pero no era un camino, era una despreciable cobardía.
Dos días después respirábamos en francés, con las ropas sucias, nos acercamos a una posada donde nos esperaban unos desconocidos de los que había oído hablar una y mil veces acompañados siempre de la palabra libertad, que ahora sin todavía haberla vivido, ya podía tocar.
Escrito por: Marta Rived, alumna de 1º de Periodismo de la Universidad San Jorge
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