Había imaginado muchas novelas con un inicio tan misterioso y predecible como este. Corrían mis pies aún desconocidos para el espectador, el escaso tacón perturbaba el monopolio del sonido de mi respiración ajada de andar con prisas, tal vez por la falta de costumbre, de salir corriendo sin apresurar el paso.
Mi mano, como la de cualquier culebrón de novela radiofónica, golpeó la puerta tan fuerte como le dejó la cautela de sentirse equivocada y a la vez deseosa de romper esa barrera entre el bien y el mal, el sí y el no, que no era otra que una vulgar tabla de madera. Quise pensar que no había nadie, precavida o romántica, empuñe unos garabatos a pluma, y como el que lanza una botella al mar, le cedí al destino el privilegio de decidir mi incierto porvenir desdichado.
El organillero parecía esperarme pocos metros más allá del quicio del número 3, y en imaginario agradecimiento, reposé un sonoro puñado de monedas sobre su gorrilla a la altura del suelo. Me quedé mirando aquel invento por unos segundos. Increíble la belleza del sonido que emanaba una caja común, poco más grande que el metro del sastre, rellena de tornillos y tuercas engrasadas. Volví de mi aura pensadora para seguir observando mi figura a lo largo de los cientos de escaparates de café, donde imaginaba nuestro reflejo, probablemente bromeábamos sobre mis cabellos rebeldes que hacían parecer que de la cabeza me nacían cuernos. Cabellos bien peinados, que muchas veces boicoteaba cuando no miraba, por el incalculable placer de hacerle reír.
En el maletín solía llevar un libro, no demasiado grueso con el fin de que el estetoscopio no hiciera tope a la hora de cerrar los broches. Había tenido suerte, “El ángel de Sodoma”, se escondía bajo las tapas forradas con la página diez y doce de “La Ametralladora”. Curiosa, vulgar y heterogenia simbiosis.
-Nada bueno será cuando lo cubres con tanto y poco discreto afán.
No me quise sorprender y casi ni siquiera separar la tinta de la imprenta, que estaba a punto de guillotinar a mitad de párrafo. No sería la primera vez que la fantasía me había regalado un oasis en el que pasaba horas hablando con la voz que ahora entorpecía mi lectura.
-Madrid no es para ti, no te obligues a fingir.
-¿Llamas fingir a escapar de la libertad para caer en brazos de la vergüenza y la torpeza de volver para vivir no sé cuánto tiempo dirigiendo la mirada hora tras hora hacia las puntas de mis zapatos, solo para dar contigo?
-No te recordaba tan grosera. Ni la primera vez que choqué con el ego que rezumabas a señorita de alta cama.
Habíamos comenzado un ir y venir de acusaciones que no tenían mayor sentido que evitar el deseo imposible de fundirnos en un llanto bañado de alegría. O eso quería creer…
Bajé la cabeza, no quería continuar la vanagloriación del máximo exponente de espontáneo y novel teatro callejero. Hay veces que las palabras, no expresan los sentimientos, o las personas no sabemos cómo utilizar nuestros sentimientos para que puedan ser expresados con palabras.
Escrito por: Marta Rived, alumna de 1º de Periodismo de la Universidad San Jorge
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