Otra vez se ha encerrado en su cuarto. Oigo cómo aporrea el teclado de su ordenador. Lleva dos o tres horas sin parar y probablemente seguirá así toda la tarde. Las palabras son la única grieta de su hermetismo.
A mí siempre me ha gustado escribir, pero soy un tipo sensato y sé que la literatura no da de comer. Ya lo dijo Azaña hace muchos años: “En España la mejor manera de guardar un secreto es escribirlo en un libro”. Sin embargo, existe un lugar todavía más seguro para conservar un secreto: dentro de uno mismo.
Mi hermano guarda en su interior suficientes secretos como para redactar una enciclopedia. O tal vez carezca de emociones. No lo sabe nadie, salvo quizá él. Apenas habla, pero escribe mucho: se pasa los días en su habitación leyendo libros, mezclando situaciones novelescas, inventando personajes y estudiando gramática. Escribe con verbo grácil, nombre concreto y adjetivo preciso. Aunque es difícil juzgar a un miembro de la familia, yo diría que lo hace muy bien. No es un genio, pero tiene un don –lo que a veces se le parece mucho– y posee la capacidad de expresar emociones que jamás ha experimentado, al menos de un modo perceptible para el resto del mundo.
Yo, que soy su único apoyo desde que murieron papá y mamá, solo le había vislumbrado un atisbo de sentimiento en una ocasión. El milagro ocurrió cuando le conté que había logrado que le publicaran su novela La soledad de un ángel. Me pareció que alguien del Más Allá le dibujaba una sonrisa en sus labios pálidos, que una luz se encendía en sus ojos negros y que su carrillo adquiría un leve tono sonrosado. Pero la ilusión se disipó en menos de un segundo. Enseguida volvió a encerrarse en su cuarto a teclear con mayor ímpetu si cabe.
Sale muy poco de casa, solo para comprar el pan si se lo pido. Todos mis amigos se llevan una sorpresa cuando les revelo que tengo un hermano. No sé si es feliz, pero al menos ahora se halla tranquilo. Los problemas surgieron (no en él, sino en mí) cuando llamaron de la editorial para decir que el libro se estaba vendiendo muy bien y que iban a publicar una segunda edición. El éxito de la novela no se apaciguó en los siguientes meses. Las ediciones se sucedieron, pero eso no es todo. Escribió dos libros más que no tardaron en situarse en la temible lista de los superventas.
Quiero pensar que la calidad literaria se correspondía con el valor comercial de la obra, aunque no veo en qué podría afectarme lo contrario. De todos modos, el nombre de mi hermano empezó a sonar con fuerza en algunos círculos. Tuve que convertirme en su agente. Ya no bastaba con revisar mínimos aspectos de ortografía, llamar a un amigo editor y enseñarle el producto como la primera vez. Debía acudir a muchas editoriales y negociar las condiciones: los porcentajes que se llevaría el autor, el tiempo de duración del contrato y el número de ediciones que comprendería, el precio mínimo, el anticipo…
La anécdota de la primera publicación transformó mi vida. Nunca abandoné el oficio de abogado, pero lo confiné cada vez más porque trabajar para mi hermano me daba mayores beneficios. Podía disponer con libertad de su dinero, pues nunca quiso gastarlo en nada salvo en algunos libros. También tuve que doctorarme en disculpas ante los periodistas: enfermo, cansado, ausente, ocupado, estresado… ya no sabía qué aducir para negar las entrevistas.
No sé en qué momento ocurrió. Durante toda mi vida solo había sentido compasión hacia él. Pero su inesperado éxito y el trabajo que me ocasionaba empezaron a frustrarme. Al principio intenté descifrar los códigos de su literatura. ¿Cómo podía provocar tantas emociones en los lectores, si no habría sido capaz ni de mirarlos a la cara?
En mi ceguera, en mi envidia… le presioné. Invadí su cuarto, un espacio rectangular, pequeño y con las persianas siempre cerradas que resulta agobiante, por el calor y la acumulación de libros desde el suelo hasta el techo. Miraba como hipnotizado sus propias letras, con la nariz a escasos centímetros de la pantalla.
Le dije que se acabó, que ya no iba a ser más su agente, ni a responder por él ni a buscarle ninguna editorial. Entonces creí percibir en su rostro una segunda emoción. Bajó la vista como suele hacer cuando se le termina de hablar. Pero lo hizo de un modo distinto, más lento, más pronunciado… Su cabeza descendió a la altura del pecho y sus ojos se abismaron en la contemplación de las baldosas. Esperé un rato y lo observé con severidad. Lo único que dijo fue “entiendo”, con un tono que podía ser triste, indiferente o glacial, pero nunca alegre.
Me enfurecí. Sabía que conocía muy bien el lenguaje; sin embargo, a mí nunca me dedicaba más que unas pocas palabras. Le señalé con el dedo índice extendido y grité:
– ¡Tú no entiendes nada, maldita sea!
Salí pegando un portazo, me eché en el sofá del salón y me conecté a internet con mi ordenador portátil. No quería saber nada de él, pero enseguida recibí noticias suyas. Las teclas sonaron nerviosas: tatatata, pausa, tatatata, pausa. Tomé una decisión repentina.
–Falta pan y yo estoy muy ocupado. Ve a la panadería ahora mismo —ordené desde el otro lado de la puerta.
Mi hermano salió corriendo. Huyó de mí. Penetré en su habitación, sin preocuparme de derribar varios volúmenes que cayeron al suelo. Armado con un Pen Drive, rebusqué en sus archivos y copié lo que se me antojó más prometedor. Justo salía de su cuarto cuando llamó a la puerta.
En cuanto volvió a encerrarse inspeccioné uno por uno sus documentos. Varios títulos incluían la palabra ángel, si bien en la mayoría apenas había escrito unas palabras: montaña, desierto, rivera, locura, silencio. Pero encontré uno titulado La soledad de un demonio, de 252 páginas. Supuse que era la novela en la que había trabajado durante los últimos meses y comencé a leer con avidez.
La historia la protagonizaba un joven huérfano al que reclutaban en la Guerra Civil Española. La crueldad del conflicto lo transformaba en un lobo hambriento de sangre que ejecutaba por cobardes a varios de sus compañeros en el frente. El título de todos los capítulos provenía de episodios históricos (el último La batalla de Cartagena). Por el desarrollo de los acontecimientos me pareció que faltaba poco para el final.
Resolví que ya bastaba de hacer el trabajo gris para mi hermano. Por una vez yo tendría un papel decisivo en la creación: me encargaría de terminar su obra. Durante las semanas siguientes me taladré la cabeza en busca del desenlace más adecuado. Sé que él hacía lo mismo. A veces nuestros teclados sonaban simultáneamente, pero con distinto ritmo: el mío disperso, irregular, como una sinfonía cuyo director vacila; el suyo firme, tenaz, decidido.
Dudaba entre matar al protagonista u otorgarle las condecoraciones más altas de la mano del Generalísimo. Opté por lo segundo, confiando en que los lectores clamarían de indignación y eso les pondría contentos. Cuando quedé conforme envié las 303 páginas a las editoriales con las que ya tenía tratos. Todas rechazaron la propuesta. Dijeron que el final rompía el tono de la obra; lo demás estaba impecable.
La frustración creció dentro de mí como un tumor. Lo mandé otra vez a comprar el pan para descubrir de qué forma había resuelto su libro. Él mató al protagonista en la batalla final de Cartagena. Su compañero más allegado le arrojaba una granada por la espalda después de haber prometido cubrirle. Tras leer aquello, fui a buscar a mi hermano a su reducto y lo abracé con todas mis fuerzas.
Escrito por: Carlos Gamissans
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