Faltaban apenas unos minutos. Otra vez tendría que enfrentarse al examen cuya reválida no se acababa ni se aliviaba nunca. Intuía que las oportunidades para aprobar no eran infinitas, pero también que no se podía conocer cuántas le restaban. Lo único evidente era que, año tras año, iba quedándose más solo. Algunos de sus amigos (los menos) ya habían superado la prueba en sus años de instituto, otros lo lograron durante su periplo universitario o de formación superior y los más rezagados lo consiguieron con posterioridad a sus estudios.
Entró en la Sala del Examen guiado por unas flechas dibujadas en el suelo. En aquella ocasión se encontraba en un parvulario. Aunque siempre tenía el mismo aspecto, la Sala del Examen nunca se hallaba en el mismo sitio. Su ubicación no se conocía hasta unas horas antes de la prueba. Cómo se trasladaba de un lugar a otro, no se sabía: formaba parte del misticismo de la evaluación.
La Sala del Examen era un espacio cerrado de paredes blancas, lisas, con carteles marrones que ponían “prohibido tocar”. Sin embargo, el techo de la estancia era rojo carmesí, con dibujos negros de geometría absurda; figuras cuadradas coronadas por un triángulo o rectángulos que se iban cerrando sobre sí mismos hasta replegarse en un círculo. El suelo asomaba color carne, como una piscina inocente.
Debía afrontar la prueba en solitario. El silencio que se respiraba era inaguantable, como si todo el ruido de la ciudad se hubiese disipado, y todas las voces, los coches e incluso el aire se hubieran detenido para observarle. Suspiró y empezó a avanzar con precaución hacia el folio que habían dejado sobre una mesa añil, sin silla que la acompañase, en el centro de la sala. Antes de coger el papel trató de serenarse. Aquello no podía resultar tan difícil, si lo analizaba bien. La pregunta del examen siempre se repetía y, además, las respuestas correctas eran infinitas. ¿Cómo demonios no podía hallar siquiera una contestación salvadora?
Suspiró de nuevo, sacó un bolígrafo del bolsillo del pantalón con los dedos temblorosos y agarró el papel. El folio amarillento, mal reciclado, tenía un tacto áspero y un tufillo a sudor. Quizá esa misma hoja se había empleado antes para otros muchos examinados que no lograron responder. Él mismo empezó a sudar y el bolígrafo se le escapó de entre los dedos. Sin recuperarlo leyó la pregunta, escrita con tinta roja: “¿Qué quieres hacer con tu vida?” Dejó el folio en la mesa con la suavidad de la derrota. Una vez más, no tenía respuesta.
Escrito por: Carlos Alberto Gamissans López, alumno de 4º de Periodismo en Universidad San Jorge
Ilustración de Sergio Lacasa
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