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Obsolescencia social: vencedores y vencidos

El término obsolescencia programada u obsolescencia planificada se refiere a la determinación del fin de la vida útil de un determinado producto o servicio de manera que, tras un periodo de tiempo calculado por el fabricante o por la empresa durante la fase de diseño, éste se convierta en algo no funcional, inútil u obsoleto. El origen se remonta a 1932 tras una idea de Bernard London, acaudalado comerciante norteamericano, en la que proponía terminar con la Gran Depresión introduciendo esta idea en las empresas gracias a su imposición por ley. La popularización del término no llegó hasta 1954, de la mano de Brooks Stevens, un diseñador industrial estadounidense.

A principios del siglo XX, la producción en masa comenzó a forjar un nuevo modelo de mercado en el que se toma la decisión de fabricar productos que se vuelvan obsoletos de forma premeditada. Esto dio lugar a un gran cambio dentro de la arquitectura interna de una empresa, influyendo también en la producción. Las compañías se vieron beneficiadas tras estas modificaciones, ya que esta actitud estimuló de forma positiva la demanda, alentando a los consumidores a comprar nuevos productos de menor calidad. De hecho, llegó a implantarse la obsolescencia por modas, algo que todavía perdura en nuestros días y cuyo ejemplo más claro se encuentra en los colores, las formas y los materiales de la ropa, aunque también puede ser aplicado a cualquier bien.

En la actualidad, la comunidad se ha convertido en un “ente” consciente de este hecho, pero que ha aceptado sin problemas la vertiginosa velocidad de esta sociedad de consumo. Las compañías no dudan en aprovechar la situación para lanzar nuevos productos que desbancan con rapidez a sus predecesores, promoviendo el intercambio monetario y, por consiguiente, un crecimiento de las empresas y también de la contaminación y la producción de deshechos. Este último aspecto, en el que nadie parece reparar, se ha convertido en un grave problema debido al volumen de residuos generados, y el hecho de que éstos no sean degradables, e incluso altamente contaminantes.

El procedimiento al que alude el documental “Comprar, tirar, comprares muy sencillo: cuando un aparato de uso habitual falla y el propietario decide repararlo, se le advierte en el servicio técnico de que resulta mucho más rentable comprar uno nuevo que arreglar el defectuoso. Por lo general, esto se debe al precio de la mano de obra o de las piezas estropeadas, así que el usuario suele desechar el producto averiado y adquirir uno nuevo. Este proceso, repetido una y otra vez a lo largo del tiempo, genera una gran cantidad de residuos en todo el mundo. El PNUMA (Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente) ha elaborado diversos estudios sobre este tema, en el que muestran su preocupación por el caso de las baterías de plomo. Según sus cálculos, de los 2.5 millones de toneladas de plomo que se generan anualmente en todo el mundo, tres cuartas partes sirven para la elaboración de baterías para automóviles, ordenadores portátiles o teléfonos móviles.

Robert C. Solomon, profesor de Filosofía Continental en la Universidad de Texas, comentaba en su compendio sobre la ética de los negocios que, desde hace varios años, se han adoptado en las empresas estrategias “darwinianas”, en las que predomina la supervivencia de los más fuertes. Esta competencia desenfrenada no es sino un hecho que “socava la ética”, y que deja atrás el papel de responsabilidad social de las corporaciones, hecho al que aluden los principios de la ética molar. Este hecho se ve reflejado en el documental mencionado anteriormente, puesto que se aprecia una clara transformación entre el objetivo principal de una empresa, que debería ser servir al público, y se adopta uno completamente distinto, que consiste en maximizar los beneficios.

Como se puede apreciar, nos encontramos ante un dilema ético que pone en evidencia el poco interés que tienen las grandes compañías en el bienestar del consumidor. Argumentos que siempre han sido considerados válidos como el de Adam Smith, que reconocía a la economía como “la estructura central de la sociedad”, han quedado obsoletos gracias a nuevos principios mucho más radicales, como el enunciado por el premio Nobel y economista Milton Friedman: “dar dinero a temas sociales equivale a robar a los accionistas”. La sociedad de consumo ha permitido que prevalezcan los intereses fiduciarios antes que el servicio al público, y no tardaremos en asumir las graves consecuencias.

Los cambios introducidos durante las últimas décadas han dado lugar a una situación en la que prevalece el derroche de medios, aunque no siempre somos conscientes de ello. La codicia se ha convertido en el motor de las empresas y los negocios, y la sociedad lo ha aceptado sin problemas. No son muy abundantes los casos en los que las grandes compañías se ven afectadas por demandas debido a la reconocida obsolescencia programada de sus productos, aunque afortunadamente la victoria comienza a estar del lado de los consumidores. Sin embargo, comienza a ser preocupante el caso de la obsolescencia percibida, en el que es el propio usuario el que “necesita” consumir nuevos bienes, independientemente de que éstos se hayan quedado obsoletos o no. En este caso, la sociedad se ha adaptado a las exigencias de la industria de una manera errónea, y ahora son ellos los que demandan nuevos servicios y productos con demasiada rapidez.

Manuel G. Velasquez, profesor de la Universidad de Santa Clara, en Silicon Valley, y autor del libro “Businsess Ethics”, reclama unos “estándares éticos mínimos” para la coexistencia de los negocios en la sociedad actual. Sin embargo, la ley y la ética no siempre van de la mano. En sus numerosos escritos sobre este tema no duda en utilizar la Teoría de Juegos para aplicarla a ciertos aspectos éticos, tratando así de resolver una pregunta que ha sido enunciada en numerosas ocasiones: ¿las compañías éticas son más rentables que las que no lo son? Mediante el argumento del dilema del prisonero, Velasquez llega a la conclusión de que, a largo plazo, es mejor actuar con ética en los negocios que no hacerlo.

En mi opinión, y aunque la ausencia de ética ha demostrado ser notablemente beneficiosa a corto plazo, tiende a ser un elemento de desgaste conforme pasa el tiempo, ya que las relaciones con los clientes, los empleados y los miembros de la sociedad se ve claramente deteriorada. Efectivamente, estas teorías pueden comprobarse gracias al nacimiento de nuevos movimientos sociales, como el Movimiento Zeitgeist, que tratan de modificar las conductas consumistas entre la población, difundiendo nuevas formas de preservar los bienes e incluso repararlos, tal y como ocurre con la impresora que “protagoniza” el documental. Gracias a nuevas herramientas como Internet, encontrar solución a problemas como el que nos ocupa resulta mucho más sencillo hoy en día.

A pesar de todo, considero que es especialmente importante aclarar los elementos de responsabilidad moral que podemos encontrar en este problema. El individuo ha de ser consciente de que la ignorancia no siempre exime y que, a pesar de actuar por su propia voluntad, es culpable en caso de provocar o no prevenir una lesión o mal evitable. Los responsables de esta situación somos nosotros, aunque la idea provenga de empresarios o magnates con afanes recaudatorios. Mediante los compromisos morales con la sociedad y con el medio ambiente debemos llegar a un acuerdo mediante el cual deban eliminarse estos términos de obsolescencia programada o planificada, ya que actúan en detrimento del bienestar social.

Un gesto como el que relata el documental quizá sea algo pequeño e insignificante, pero puede llegar a magnificarse e influir en las conductas sociales si es tomado en serio y repetido por el resto de los consumidores. Es necesario cambiar esta mentalidad en la que prevalece el derroche y el despilfarro, logrando equilibrar la balanza entre producción y medio ambiente. La sociedad de consumo se encuentra en el banquillo de los acusados y, dentro de unos años, no podremos mirar hacia otro lado, puesto que estaremos rodeados de basura obsoleta construida por y para nosotros. Basura no biodegradable, basura de diseño.

Informa: Clara González Tosat

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