Lo difícil no es salvar vidas, sino quitarlas. Desde que empecé la carrera de Medicina quería ser cardiocirujana: me apasionaban los corazones. No sabía que al final dejaría todo para alistarme en el ejército como médica de guerra. Cambié el bisturí esterilizado por navajas desinfectadas con alcohol, las gasas por papel y las anestesias por una botella de whisky barato.
La adrenalina fluía cuando llegaba un helicóptero con varios heridos. Todos los médicos que estábamos de servicio corríamos a la tienda y dejábamos rápidamente libres las camillas. Trabajábamos mano a mano. Uno sujetaba el cuerpo del herido mientras otro sacaba con pinzas la bala y el siguiente, sin pérdida de tiempo, taponaba, desinfectaba y cosía. No sobrevivían todos, pero la mayoría podía volver a casa y darles un beso a sus mujeres o maridos, hijos y padres…
Ese día jugábamos a fútbol cuando nos dieron el aviso de una tormenta de arena. Teníamos que irnos a un lugar seguro. La mitad de los heridos se fueron en helicóptero con la mayoría de los médicos. Mi superior, mi mejor amigo y yo nos quedamos para desplazarnos en furgón con los heridos más leves. Intentamos que el trayecto fuese lo más ameno posible, procurando animar a aquellos que gemían de dolor. Hasta que el vehículo saltó por los aires.
Todo se nubló y se distorsionó. Mis oídos pitaban y mis ojos eran incapaces de ver algo más de lo que tenían justo enfrente. Al cabo de unos minutos, logré salir tambaleándome de un amasijo de hierros. Busqué supervivientes, pero no veía más que cadáveres. Algunos quemados, otros aplastados por el furgón, otros con miembros amputados y muertos desangrados. El olor a carne chamuscada impregnaba el ambiente y hacía difícil respirar. Como un milagro entre tanto dolor, oí un gemido proveniente del otro lado y corrí hasta el sonido. Era mi mejor amigo que me miraba desde el suelo, sus piernas aplastadas por kilos de metal.
Me senté a su lado y empecé a evaluar sus daños mientras susurraba, más para mí que para él, que vendrían a rescatarnos en seguida. Pasaron horas y seguíamos en la misma posición, no tenía ninguna herida grave, o eso creía. Hasta que sin fuerzas ya, dejó caer la mano derecha que llevaba todo ese tiempo apretando fuertemente su cuello y la sangre empezó a brotar. Tenía un corte profundo a la altura de la yugular. Reaccioné como pude y con mis manos taponé la herida mientras le dedicaba palabras de aliento.
Cada segundo que pasaba se debilitaba más, la tríada de la muerte ya estaba en su organismo: acidosis, hipotermia y coagulopatías. Pero era incapaz de soltar su cuello, no podía dejarlo morir. Me miró y con lágrimas en los ojos susurró tan solo dos palabras: “Por favor”. Asentí con los párpados presionados y deslicé mis manos manchadas de sangre hacia la arena. Tardó exactamente siete segundos en morir desangrado. Hubo un instante, un momento en el que me sentí aliviada, cuando vi su rostro relajado, en paz, una paz inalcanzable en vida. Pero, desgraciadamente, fue solo un segundo.
Informa: Laura Navarro, alumna de 1º de Publicidad y Relaciones Públicas
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